sábado, 29 de noviembre de 2008

Piel de lobos

El hecho es siniestro y el escenario tenebroso. Un grupo de jóvenes se han accidentado en algún punto de la Vía Expresa, Lima, altas horas de la noche. El auto se ha retorcido en sus fierros contra sus abdómenes y gimen ayuda mientras algunos autos salpicados pasan raudo. Hay una luz de esperanza, o eso creen; ven entre sus visiones cortadas por las presiones del accidente otro grupo de jóvenes que se acercan a ayudarlos. Son jóvenes como ellos sí, pero llegan a robarles billeteras, relojes, aretes según sea el caso.
De uno de los capítulos de esa serie de triller policial que fue la historia del asesino serial Hannibal Lecter recuerdo esta frase: “el lobo acude cuando oye los gritos del cordero. Pero no llega a ayudar”. No sé si los gritos de los jóvenes accidentados o un raro olfato en ese otro grupo de delincuentes juveniles les ha permitido hacerse en el lugar fatal de los hechos. El asunto es que están, pero para solo para aletear como buitres sobre carroña.
Hay dos conceptos que ese grupo de sangres frías no procesa. La empatía, entendida como la identificación mental de un sujeto con el estado anímico del otro. Y la solidaridad, la adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros, entendido esta última como un valor y un derecho además.
El dolor o el goce de los otros es entendido, pues desde la empatía entonces. Derivado de pathos (sentimiento) y un prefijo, in (dentro), empatía es estar en el lugar de los otros para entenderlos, sentir lo que ellos, ya en dolor ya en gozo. Esa es una capacidad humana que a veces olvidamos o dejamos superponer por debilidades, también humanas, pasiones bajas, como la envidia, la indiferencia.
La solidaridad, de acuerdo al Cardenal Raúl Silva Enríquez, es “una dependencia mutua entre los seres humanos… que hace que unos no puedan ser felices si no lo son los demás”. El ser solidario se indigna primero ante la desgracia ajena, se conduele; y luego actúa en la medida de sus posibilidades e incluso sobre lo posible y ha allí la figura de mártires, santos y otros seres excepcionales.
Pero en realidad solidaridad, como empatía, no tienen que ser vista como ejercicios de acercamiento hacia la divinidad. Bien pueden constituirse en modos de garantizar la unificación de una especie que sólo puede perpetuarse como tal en grupo. En ese sentido, el intelecto humano ha vestido de sentimiento lo que sería un mecanismo natural de defensa contra las adversidades que en cadena pueden llevarnos a la muerte. Por eso la solidaridad actúa no pocas veces como respuesta al absurdo del crimen, de las guerras, de los abusos. Esa lección habría que hacérsela entender a los jóvenes que en el fatal accidente de sus congéneres llegaron como el lobo hacia el cordero.

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