lunes, 23 de junio de 2008

PROHIBIDO DECIR

Cuando las palabras, por disímiles y a veces absurdas restricciones sociales, simplemente no deben de ser pronunciadas.


Son y están. Pero a veces no deben estar. La Academia de la Real Academia de la Lengua es generosa con lo que le permite ser a “Decir”, con lo que permite significar; “Manifestar con palabras el pensamiento”. No pocas veces, sin embargo, ese pensamiento no puede ser abiertamente manifestado y no necesariamente por razones de persecuciones a la libre expresión, sino por simples cuestiones de recato, coincidir con el entorno, y a veces, dobles discursos.

Las más encumbradas restricciones a la palabra, frase o construcción están por supuesto ligadas al sexo. Lo genital ha sido siempre desde el lenguaje objeto de infinitas y coloridas creaciones, en símiles y metafóricos usos o pretensiones de utilidad. Pero, de idioma en idioma, más o menos, su uso es reservado en su amplitud. Ecuador, de acuerdo a un estudio, ostenta el récord de voces para designar el órgano sexual masculino: 105. De pito a pija, o pajarito, no faltará una voz para los genitales del hombre de acuerdo a como lo dicte la circunstancia.

Amando de Miguel recoge cómo los diccionarios de antaño se resistían a las palabras “malsonantes”. “los de Camilo José Cela (Diccionario secreto y Diccionario del erotismo), el de Jaime Martín (Diccionario de expresiones malsonantes del español) y el de Pancracio Celdrán (Inventario general de insultos).” Las palabras del sexo se relacionan además con los insultos, función que encabezan las voces que aluden al sexo femenino, por obvias razones machistas. Siglos antes, Marques de Sade, había jugado chiviría con los términos fuertes hacia lo sexual, para procurarse estar entre lo poético y lo vulgar, y ganó dosis extremas de erotismo, y una fama hasta hoy no rebatida.

No todas las prohibiciones a la palabra son procedentes del rubor hacia lo sexual. De acuerdo a la cultura, las palabras pueden tener cargas culposas variadas. En algunas comunidades amazónicas, por ejemplo, preguntar por el solo nombre de los niños, será un total desatino. A un forastero, un infante bora-bora nunca le dará el nombre por el simple hecho de que presume que al dárselo le copiará una ruta de acceso a su propia alma.

Invocar, es un don que se le ha atribuido a la palabra. Los cultos de magia de prácticamente todas las civilizaciones humanas registran ritos en ese sentido. Por la palabra, algo de alucinógenos y quizás baile, coctel feroz, se invoca a Yemanyá como a Pachacuti, y se ha invocado lo mismo a Hera que a Mitra y Cibeles. En esa lógica, aunque en sentido inverso, decir sin querer puede resultar en un nefasto acto de invocación no pretendida. Bajo esa consigna, En la Aldea, película de culto de M. Night Shyamalan, se delinea a unos personajes como “Los innombrables”.

Hay restricciones extremas al decir. Caty Cordero analizó como la prensa española fue tan benevolente con la de la hermana pequeña de la Princesa de Asturias, Letizia Ortiz, Erika, que para su “muerte auto provocada” nunca usó “suicidio”. En Perú una abreviatura quedó en mutis hace poco más de un lustro cuando su primer aludido fue puesto en evidencia descarnada. Sin percatarme de la censura raleando la atmósfera, yo mismo la usé para dirigirme a un abogado mayor a quien le guardo respeto. El me contestó tajante: no me llame “doc”, por favor, use el término completo, “doctor”.


Alphonso de la Luna

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