lunes, 7 de julio de 2008

Colina abajo

De todos los testimonios que se han dado de cara al tribunal que juzga al ex presidente Alberto Fujimori por delitos contra derechos humanos, ha sido el más desgarrador, sin duda, el de Pedro Supo, otrora mando de un comando del infeliz grupo Colina.

El lunes pasado, Supo, mal arrellanado sobre el banquillo de testigos, con un sobrepeso mediano, la calvicie ganándole las sienes y la mirada perdida en sus funestos recuerdos, confesó suelto de huesos, entre otros macabros detalles, que los colinas debían “bautizarse” matando a un detenido. Su perla mayor, por exquisitamente diabólica, fue que al verse cuestionados sobre quienes eran por un niño cuando entraban todos los secuaces de Martín Rivas a lo que sería la carnicería humana de Barrios Altos, se les ocurrió esta respuesta negra: “somos los de la orquesta”.

Los testimonios que los colinas dan casi a interdiario y que son televisados en directo en canal N, han probado que el grupo asesino no era paramilitar sino que operaba dentro de la estructura del ejército: se paseaban por las oficinas del SIE, se prestaban de un destacamento a otro, recibían sueldos formales y estímulos económicos de los otros… existían, eran, estaban (no como negó alguna vez la congresista Martha Chávez, los altos mandos del ejército, o el propio ex presidente de dobles nacionalidad y moral).

Los colinas siempre han existido. Con ese nombre u otros. En el Perú se han llamado Rodrigo Franco, alguna vez. Pero también ha habido en algún momento de su historia en Argentina, Chile, Nicaragua, Cuba, Polonia, España… Una vez tuve en mis manos un texto-informe de Amnistía Internacional. Se intitulaba “Tortura” y en él se detallaba país por país cómo estas execrables prácticas tenían un espacio en el ejercicio militar de un modo que parecían la regla y no la excepción. En la introducción, el libro sentaba con preocupación cómo el ser humano era el único ser vivo que infligía dolor –incluso hasta matar- a otro ser de su especie por motivaciones que no eran ni animales (supervivencia, hambre, reproducción).

Hay quienes racionalizan las acciones violentas, específicamente, las de grupos militares que tuvieron que actuar contra grupos subversivos. Aseguran que no puede ser otro su proceder, son militares al fin y al cabo; las armas y su uso son su herramienta. No acceden a esta situación hipotética simple: si un familiar, un amigo o vecino suyo, hubiera caído en una de estas masacres, ¿pensaría igual? Quieren sortear su respuesta o invalidar el espíritu de la cuestión. Pero no pueden. O yo no la acepto: la solidaridad no puede acabarse en el espectro familiar, amical o vecinal; Lady Lora, educadora de sensibilidad mayor, con quien preparo un artículo para la semana entrante, me ayuda de una manera que sólo puedo retribuir robándome sus palabras: “Eso se llama indiferencia. Eso sería simplemente no tener dimensión humana.”
*Director de Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Señor de Sipán

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